viernes, 30 de noviembre de 2012

Dos lecturas foráneas de El Quijote: Jorge Luis Borges y Felisberto Hernández 



Escrito por Mónica Salinas

Como mundo que es, El Quijote cervantino puede ser visto desde la perspectiva de habitantes de otros mundos. En el texto que sigue se intenta, precisamente, mostrar dos variaciones sobre la celebrada novela: una, de Jorge Luis Borges; la otra, del uruguayo Felisberto Hernández.


Dos lecturas foráneas del Quijote

El objetivo de esta operación es comprobar cómo la obra cervantina despliega sus formas elaboradas e innúmeros matices ante las miradas de lectores sabios, que saben ver más allá  de lo que la tradición literaria —creativa o crítica— ha consagrado.

Muchos autores, muchos lectores, muchos Quijotes

El postulado fundamental de los estudios cervantinos tradicionales es la autoría de Miguel de Cervantes respecto de El Quijote. El de este artículo, que Cervantes es el autor de un Quijote. De igual modo, aquel o aquellos que la historia de la literatura llama Homero lo es, o lo son, de una Odisea, y Dante Alighieri, de un Infierno.

En 1922, siglos después de la primera relación literaria conocida de las aventuras de Odiseo, en su caprichoso viaje de regreso al solar paterno (oikos, en griego), un extranjero —un bárbaro, dirían los helenos— recrea ese  peregrinaje reemplazando al protagonista y alterando las circunstancias de tiempo y espacio: por voluntad de James Joyce, diez años se reducen a un día; el mar se encauza y  petrifica en las calles de Dublín; el héroe rico en ardides deja la escena al mínimo Leopold Bloom y sus andanzas sin gloria; Marion Bloom, lúbrica y vulgar, desplaza a Penélope, constante y discreta. El texto antiguo y el moderno coinciden en lo medular (vivir es, para los humanos, deambular en busca del origen), pero los puntos de vista difieren: lo egregio, lo memorable, lo ejemplar, lo heroico —parece decir Joyce— sólo pueden existir en el recuerdo; el presente siempre es trivial e imperfecto.

El Infierno dantesco también ha merecido versiones más o menos disímiles: las dinastías sureñas de las obras de Faulkner, condenadas a expiar pecados incesantes; los opresivos recintos de Kafka, donde los hombres pagan culpas que nunca les son reveladas; las mansiones de los relatos de Henry James, con sus moradores fantasmales;  la Santa María onettiana, aciaga como las gentes que la habitan. 

Si los temas de esas obras literarias se repiten, es porque son asuntos radicalmente humanos. Así sucede con El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. De las reformulaciones de esa historia elegí dos: “Pierre Menard, autor de El Quijote”, texto de Borges incluido en Ficciones (1), y “Lucrecia”, de Felisberto Hernández, que cito en la edición barcelonesa de editorial Lumen, de 1975.

El texto de Borges postula la existencia de un escritor francés, Pierre Menard, a quien el narrador presenta como “novelista” y “poeta”. En la enumeración posterior de su obra “visible”, sin embargo, sólo se hace referencia a varios sonetos; ninguna novela se menciona. De cualquier modo, lo más notable de esa parte de su producción son las monografías, análisis y críticas en torno a un tema recurrente: la relación entre el lenguaje y la realidad o, dicho de otro modo, la expresión del conocimiento de la realidad por medio del lenguaje. En el principio, Menard se muestra devoto de la objetividad —esto es, la sumisión del lenguaje a lo real, con prescindencia de toda valoración personal—: “censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica”, afirma (2). Y entre los objetos de su atención intelectual se cuentan dos estudios sobre la filosofía de Leibniz; uno sobre el Ars Magna Generalis de Ramón Lull; uno sobre los trabajos de John Wilkins. La lista no es inocente: Gottfried Leibniz persiguió la creación de un idioma universal; su inacabada “característica universal” es un lenguaje simbólico destinado a expresar todos los pensamientos humanos sin ambigüedades. Ramón Lull o Raimundo Lulio, teólogo, místico, alquimista y trovador catalán del siglo XIII, construyó un cartabón (Arte Magna) que podía responder miles de preguntas sobre cada disciplina. John Wilkins, científico y clérigo inglés del siglo XVII, ideó un sistema taxonómico que, de resultar eficaz, permitiría derivar a priori el sentido de cada término de una lengua.

Según el narrador del texto borgeano, Menard sumó a esas temerarias invenciones “una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje común, ‘sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas’” (3).

Hasta aquí la obra visible de Pierre Menard, no más que un preámbulo para su obra “subterránea, increíblemente heroica,…impar” (4). Como sus predecesores, Menard se consagra también, al iniciarse el siglo XX, a la traducción verbal de una realidad: El Quijote. Dice a este respecto el narrador:

El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo diecisiete) pero lo descartó por fácil. (…) Ser en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo —por consiguiente, menos interesante—  que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard (5).

Al fin, Menard no resulta tan imprudente como esos comentarios nos inducirían a creer, y restringe su tarea a dos capítulos completos, nueve y treinta y ocho, y un fragmento del capítulo veintidós, todos de la primera parte de la novela cervantina. Tampoco esta selección es inocente. El narrador-comentarista señala en primer lugar el capítulo trigésimo octavo, “que trata del curioso discurso que hizo don Quixote de las armas y las letras”. Era de esperar que Cervantes y Menard  asumieran posturas distintas ante un asunto de esta índole:

Es sabido que don Quijote falla el pleito contra las letras y a favor de las armas. Cervantes era un viejo militar: su fallo se explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard —hombre contemporáneo de La trahison des clercs y de Bertrand Russell— reincida en esas nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche (6).

Tal vez, todas las interpretaciones tengan algo de verdad; ¿por qué no habrían de influir en la concepción de Menard (en el Quijote de Menard) los postulados de la novela psicologista o la teoría nietzscheana del superhombre con su fanática apología de la acción y, aun, de la violencia? [Abro aquí un paréntesis: ¿Qué decir, entonces, de la posición anacrónica de Borges, en todo coincidente con la de Cervantes? Recordemos el “Poema conjetural”, los textos de “Para las seis cuerdas”, “El Sur”, “Hombre de la esquina rosada”, y sus nostálgicas exaltaciones de las mitologías nórdicas. Confío la repuesta a mentes más lúcidas que la mía: las de ustedes, lectores.]      

Igualmente significativa es la elección del capítulo noveno de la primera parte, “donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron”. Cervantes escribió: “la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”. Y Menard: “la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir” (7). El narrador interpreta: “Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el ‘ingenio lego’ Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia”. Mientras que, en referencia a la versión de Menard, comenta: “La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió” (8).

En cuanto al capítulo vigésimo segundo, el narrador se abstiene de formular observaciones. Veamos: es aquel que trata “de la libertad que dio Don Quijote a muchos desdichados que, mal de su grado, los llevaban donde no quisieran ir” y que solemos denominar “episodio de los galeotes”. Primero, Don Quijote se encuentra ante un galeote que acabó en las galeras por “enamorado”… de una canasta atestada de ropa blanca, y que, presa de tal pasión, decidió apropiársela. Después, frente a otro que ha merecido castigo por “músico y cantor”; pero es seguro que su canto no fue deleitable pues, según lo aclara un guardia,  lo que hizo el condenado fue “confesar en el tormento”. Finalmente, entra don Quijote en conversación con Ginés de Pasamonte, de quien dice el guardia que lleva por sobrenombre “Ginesillo de Parapilla”, a lo que el propio Ginés responde: “no andemos ahora a deslindar nombres y sobrenombres”. Como si tanta reflexión acerca de las palabras no fuera suficiente, Ginés de Pasamonte ha escrito su propia historia “que trata verdades, y que son verdades tan lindas y tan donosas, que no puede haber mentiras que se le igualen”. El tema es, inequívocamente, la palabra y su potencialidad de sentido. Pero de él se sigue otro, más amplio y, creo, decisivo: el vínculo entre palabra y realidad. Si las palabras pueden albergar varios sentidos y, en determinados contextos, es posible o, incluso, necesario que todos esos sentidos potenciales se actualicen, mal pueden ofrecer un testimonio único y definitivo de la realidad, que es una entidad ajena a la palabra. De aquí, los fracasos, tan sistemáticos como sus intentos, de Leibniz, Lull o Lulio, Wilkins, en su búsqueda de un idioma que duplicara la elusiva realidad.

Entiendo que las afirmaciones precedentes son demasiado “densas” como para que yo continúe, ahora, hurgando en sus derivaciones. Me importa volver al inicio de este artículo. Afirmé que Cervantes escribió un Quijote. Afirmo, varias líneas abajo, que Borges creó otro. Con ese fin, no transcribió más que unas pocas frases del original; se limitó a inventar una lectura de la obra que, sin alterar una coma, revelara significados flamantes: “El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico” (9), sentencia el narrador. El nuevo Quijote que Borges crea no le pertenece, como tampoco a Menard. Obra del lenguaje —objeto que, como la moneda, adquiere valor en el intercambio— el Quijote es propiedad de quienes lo usan, o si se prefiere, lo leen.

Menard (acaso sin quererlo) —delibera Borges— ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de Madame Henri Bachelier como si fuera de Madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos (10).

A mi juicio, El Quijote de Cervantes y el de Borges convienen en un punto: los dos representan un triunfo del lector y de cuanto del saber de su época y de las precedentes hay en su lectura. Ésta es mi definición favorita de un clásico.

Cervantes después de Felisberto

El otro autor a quien deseo referirme en relación con la obra cervantina es el uruguayo Felisberto Hernández. Es, se sabe, autor de textos de difícil aprehensión. Lo es “Lucrecia”, cuya acción se desarrolla en una época pasada que sólo podemos precisar por la presencia de la ominosa mujer que da nombre al relato. En el inicio, el narrador-protagonista evoca, desde su presente, el viaje temporal y espacial que lo acercó a la dama. De los avatares de esta historia, sólo resulta pertinente ahora el encuentro del protagonista con dos personajes apenas delineados. Cito el texto de Hernández:

Me tiré en la cama, que era de madera oscura y colcha amarilla. Me dolía la espalda porque hacía pocos días me habían tirado contra el suelo para sacarme el dinero y yo me caí encima de una piedra. Salí de España con una escolta de dos hombres. Uno era alto, quijotesco y dejaba una familia hambrienta a la cual parecía querer mucho. El otro era bajo, andaba con la cabeza fija y echado un poco hacia delante; parecía que su instinto le indicara algo sospechoso; y se ponía con descuido un sombrero arrugado como una hoja podrida. (Yo había empezado a recordar lo que me había pasado en el camino, cuando entraron en la pieza y pusieron encima de la mesa un candelabro de tres brazos; en uno de ellos había una vela nueva.) En una de las primeras noches, después de salir de España, mis compañeros se emborracharon, y a la mañana siguiente me dijeron que se habían robado los caballos. Ese día yo anduve en el mío y ellos anduvieron a pie. Pero a la mañana siguiente me dijeron que nos seguían ladrones de caballos y que también habían robado el mío. Además hablaron de compañerismo y de traición…(11).

La narración continúa y muestra a los dos hombres de la escolta dejando atrás a su custodiado que, finalmente, es víctima de los ladrones. Despojado de su bolso, el protagonista se sorprende cuando aparece un tercer hombre: “Agarré dos piedras para defenderme, pero el hombre pasó corriendo y me di cuenta que los que me habían robado disparaban porque le tenían miedo a éste. Era una vergüenza; yo podía haber hecho lo mismo; pero ahora hubiera tenido que correr a los tres” (12).

El cuento todo y este episodio en particular merecen algunos comentarios; formularé sólo los que se vinculan directamente con el tema de este artículo.

Suele hablarse —a mi entender, en demasía— de la sanchificación de Don Quijote y la correlativa quijotización de Sancho, que se consolida en la segunda parte de la novela. Afirmar tal cosa implica reconocer en las dos figuras centrales de la obra cervantina, rasgos precisos que conforman sus identidades respectivas; rasgos extremos que van adelgazándose hasta alcanzar esa mentada trans-identidad que la lógica refutaría, puesto que a y b nunca pueden ser idénticos.

Pues bien, Felisberto despoja a Don Quijote y a Sancho de sus identidades, las iniciales tanto como las últimas —hechas de consustanciaciones y aleaciones—; de ellos no quedan más que los signos visibles, superficiales de la oposición: uno era alto, el otro bajo. El alto ha dejado una familia hambrienta (la comida de Quijano era frugal, pero de seguro permitía saciar el hambre de su breve grupo familiar); el bajo…, tal vez conserve algo más del Sancho cervantino: el instinto que lo mueve hacia delante, en actitud recelosa, no vaya a ser que la locura de su amo los pierda a ambos y acaben molidos a palos.

La escena, dolorosamente risible al estilo de la picaresca, queda a cargo del narrador-protagonista, ni tan cauto como Sancho ni tan animoso como el Don Quijote cervantino, sólo un espectador impelido a la acción, con dos piedras en sus manos lerdas y la mente aún más torpe, avergonzado, presa de arrepentimientos tardíos. Mientras tanto, los personajes ilustres ponen pies en polvorosa.

Hernández ha despojado a Don Quijote de lo quijotesco —el valor irrefrenable y descomedido, el afán de justicia— y a Sancho, de lo sanchesco —la más acendrada honestidad. Los ha trasmutado en “marginales chaplinescos”, como llamó la crítica a las criaturas de sus relatos, merodeadores que se entrometen fugazmente en las vidas de otros: los ha “hernandizado”. Es ésta una forma de homenaje que Cervantes podría aprobar: al fin y al cabo, él empujó a la llanura a un hidalgo —más que maduro y menos que vigoroso, de cuerpo, hacienda y familia magros, rutinario y tozudo— para que irrumpiera en la vida de cuanto desposeído, injuriado, quebrantado y burlado encontrara a su paso. Que la versión de Felisberto es un tributo, lo confirman las palabras que Lucrecia la bella, y ponzoñosa, le dirige al protagonista del relato: “Tengo mucha curiosidad por saber cómo serán esos libros que harán en España y lo que dirán de mí” (13). Igual curiosidad inquietó a Don Quijote.

NOTAS
1. Las citas corresponden a la siguiente edición: Barcelona, Alianza Editorial, 1985.
2. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 50.
3. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 48.
4. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 51.
5. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pp. 52 y 53.
6. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 56.
7. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 57.
8. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 57.
9. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pp. 56 y 57.
10. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 59.
11. HERNÁNDEZ, F., “Lucrecia”, pp. 110 y 111.
12. HERNÁNDEZ, F., “Lucrecia”, pág. 111.
13. HERNÁNDEZ, F., “Lucrecia”, pág. 115.

Encastre
A mi juicio, El Quijote de Cervantes y el de Borges convienen en un punto: los dos representan un triunfo del lector y de cuanto del saber de su época y de las precedentes hay en su lectura

Fuente : Malabia – Literatura y Sociedad


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