jueves, 11 de julio de 2013

El jardín de los presentes que se bifurcan: Borges y Spinetta



por Miguel Vitagliano

Borges no lo esperaba en su casa, y Luis AlbertoSpinetta creía que simplemente estaba llegando tarde a la cita. Así fue el único encuentro entre ambos, a fines de los setenta. Y así, tal vez, sean todos los encuentros, una posibilidad ante senderos que se bifurcan en un jardín que contiene todos los presentes. Spinetta se había quedado con la idea de un periodista que quería entrevistarlos juntos, aún estaba agitado por el nerviosismo y la corrida de las dos últimas cuadras que pretendieron atenuar la demora; Borges ni siquiera conocía que alguien había tramado esa nota, que sin duda no pasó de ser una ocurrencia porque el periodista tampoco estaba allí. Los dos, sin embargo, se abstuvieron de entrar en explicaciones, de lo que para uno se trataba de la inesperada visita de un músico al que jamás había escuchado y de lo que para el otro era un encuentro aceptado con uno de los mayores escritores del siglo XX.

    Cada uno esperaba que la conversación la comenzara el otro. Spinetta rompió el silencio hablando de su admiración por el autor de Ficciones. Luego dijo que era padre de dos hijos. Un gesto condescendiente de cabeza como respuesta. Intentó con la literatura deslizando el nombre de Artaud. Borges: No lo conozco. Spinetta creyó que debía explicarle pero se contuvo, prefirió mencionar que había grabado un disco homenajeando a Artaud y Van Gogh. Otro gesto de cabeza, aunque esta vez el gesto borgeano fue acompañado por el recitado de El Cuervo de Poe. Spinetta se quedó asintiendo el pausado ritmo inglés de Borges sin saber cómo interrumpirlo o si debía hacerlo, escuchaba sin entender, sin poder preguntarse siquiera por qué ese poema. Fani apareció al rato desde un costado y Borges soltó: Permiso, me tengo que ir. Una señal curiosa, ya que era el otro el invitado a retirarse.
    Un encuentro sin relevancia, y aun así emblemático, acaso porque expande el fulgor hacia uno mucho más perfecto que habían tenido antes sin que lo advirtieran. Porque “La sed verdadera”, una de las canciones contenidas justamente en Artaud (1973), parece colarse a la perfección en el susurro de “Borges y yo”. En esa prosa poética de El Hacedor (1960) asistimos a la tensión entre dos Borges: el Borges público, autor, profesor, ese “a quien le ocurren las cosas”, y el otro de ese otro, sin nombre, un yo que vive, o que se deja vivir “para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica.” Borges recorre el desencuentro entre esos dos que serán tres al final de la página (“No sé cuál de los dos escribe esta página”) y algo semejante sucede en la canción de Spinetta, es un otro mayúsculo, la creación omnipotente, que toma la palabra del otro que busca la creación de un poema. El poeta y su arte, esquivo y siempre inalcanzable: “Sé muy bien que has oído hablar de mí / y hoy nos vemos aquí / pero la paz / en mí nunca la encontrarás.”
    Dos que se hacen tres y no uno. Y decir tres es apenas un modo de nombrar lo múltiple, lo que escapa a toda cuenta. El poeta sabe que no escribe para encontrarse, el poeta sabe que escribe para dejar de perderse. Por eso la misma pregunta incesante atraviesa también “La sed verdadera”: ¿Quién canta y desde dónde?

Por tu living o afuera de allí no estás
pero hay otro que está
y yo no soy
yo sólo te hablo desde aquí
él debe ser
la música que nunca hiciste

Perdiste la piel
creíste en todo lo que te pedí
nada salió de vos


Es de suponer que Borges jamás supo de la canción de Spinetta ni la oyó siquiera en la calle, mientras caminaba del brazo de María Kodama. La música de Spinetta siempre tuvo, y aún más en esos tiempos, un carácter intempestivo, esa incomodidad con la sintonía del presente, que sin embargo ha dicho tan bien. Valga como ejemplo de ese lugar cultural habitado a medias por entonces lo que sucede en Respiración artificial (1980), la novela de Ricardo Piglia en la que los personajes nunca vacilan en sus afirmaciones, sólo se confunden una vez y es asignándole a Spinetta una canción de Charly García. Borges ignoraba “La sed verdadera”, y acaso tampoco prestó atención a qué fue lo que motivó el recitado de El cuervo el día del encuentro. Es decir, indudablemente pensó en establecer la tensión entre la estética surrealista del estallido y el método lógico de composición de Poe. Pero no pensó en la imagen de ese cuervo golpeando una ventana, casi tan a destiempo como el llamado de Spinetta en la puerta de su casa. ¿Habrá pensado acaso en los cuervos de Van Gogh? Todo lo imposible se hace lugar, más después de conocer los dichos de María Kodama en una entrevista concedida a la BBC de 2008: a Borges le gustaba tanto la música de Pink Floyd que en sus cumpleaños pedía que le cantaran The Wall (1979) en lugar del Happy Birthday. Según María Kodama, vieron tantas veces la película que Borges conocía de memoria ciertos diálogos.
   
El pájaro no quiere morir en su jaula, las habladurías del mundo no pueden atraparlo.

Miguel Vitagliano
Buenos Aires, EdM, enero de 2012

Fuente : Escritores del Mundo

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