miércoles, 23 de septiembre de 2015

Octavio Paz: El arquero, la flecha y el blanco



Empecé a leer a Borges en mi juventud, cuando todavía no era un autor de fama internacional. En esos años su nombre era una contraseña entre iniciados y la lectura de sus obras el culto secreto de unos cuantos adeptos. En México, hacia 1940, los adeptos éramos un grupo de jóvenes y uno que otro mayor reticente: José Luis Martínez, Alí Chumacero, Xavier Villaurrutia y algunos más. Era un escritor para escritores. Lo seguíamos a través de las revistas de aquella época. En números sucesivos de Sur yo leí la serie de cuentos admirables que después, en 1941, formarían su primer libro de ficciones: El jardín de senderos que se bifurcan.

Todavía guardo la vieja edición de pasta azul, letras blancas y, en tinta más oscura, la flecha indicando un sur más metafísico que geográfico. Desde esos días no cesé de leerlo y conversar silenciosamente con él. A diferencia de lo que ocurrió después, cuando la publicidad lo convirtió en uno de sus dioses-víctimas, el hombre desapareció detrás de su obra. A veces, incluso, se me antojaba que Borges también era una ficción.

El primero que me habló de la persona real, con asombro y afecto, fue Alfonso Reyes. Lo estimaba mucho pero ¿lo admiraba? Sus gustos eran muy distintos. Estaban unidos por uno de esos equívocos usuales entre gente del mismo oficio: para Borges, el escritor mexicano era el maestro de la prosa; para Reyes, el argentino era un espíritu curioso, una feliz excentricidad. Más tarde, en París,en 1947, mis primeros amigos argentinos -José Bianco, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares- eran también muy amigos de Borges. Tanto me hablaron de él que, sin haberlo visto nunca, llegué a conocerlo como si fuese mi amigo. Nuevo equívoco: yo era su amigo pero para él mi nombre sólo evocaba, borrosamente, a un alguien que era un amigo de sus amigos. Muchos años después, al fin, lo conocí en persona. Fue en Austin, en 1971. Cortesía y reserva: él no sabía qué pensar de mí y yo no acababa de perdonarle aquel poema en que exalta, como Whitman pero con menos razón que el poeta norteamericano, a los defensores de El Alamo. A mí la pasión patriótica no me dejaba ver el arrojo heroico de aquellos hombres; él no percibía que el sitio de El Alamo había sido un episodio de una guerra injusta. Borges no acertó siempre a distinguir el verdadero heroísmo de la mera valentía. No es lo mismo ser un cuchillero de Balvanera que ser Aquiles: los dos son figuras de leyenda pero el primero es un caso mientras que el segundo es un ejemplo.

Nuestros otros encuentros, en México y en Buenos Aires, fueron más afortunados. Varias veces pudimos hablar con un poco de desahogo y Borges descubrió que algunos de sus poetas favoritos también lo eran míos. Celebraba esas coincidencias recitando trozos de este o aquel poeta y la charla, por un instante, se transformaba en una suerte de comunión. Una noche, en México, mi mujer y yo lo ayudamos a escabullirse del asalto de unas admiradoras indiscretas; entonces, en un rincón, entre el ruido y las risas de la fiesta, le recitó a Marie José unos versos de Toulet:

Toute allégresse a son défaut
Et se brise elle-meme.
Si vous voulez que je vuus aime,
Ne riez pas trop haut.

C’est a voix basse qu’on enchante
Sous la cendre d’hiver
Ce coeur, pareil au feu couvert,
Qui se consume et chante.

En Buenos Aires pudimos conversar y pasear sin agobio y gozando del tiempo. El y María Kodama nos llevaron al viejo Parque Lezama; quería mostrarnos, no sé por qué, la Iglesia Ortodoxa pero estaba cerrada; nos contentamos con recorrer los senderillos húmedos bajo árboles de tronco eminente y follajes cantantes. Al final, nos detuvimos ante el monumento de la Loba Romana y Borges palpó con manos conmovidas la cabeza de Remo. Terminamos el paseo en el Café Tortoni, famoso por sus espejos, sus doradas molduras, sus grandes tazas de chocolate y sus fantasmas literarios. Borges nos habló del Buenos Aires de su juventud, esa ciudad de “patios cóncavos como cántaros” que aparece en sus primeros poemas; ciudad inventada y, no obstante, dueña de una realidad mas perdurable que la de las piedras: la de la palabra.

Esa tarde me sorprendió su desánimo ante la situación de su país. Aunque él se regocijaba del regreso de Argentina a la democracia, se sentía más y mas ajeno a lo que pasaba. Es duro ser escritor en nuestras asperas tierras (tal vez lo sea en todas), sobre todo si se ha alcanzado la celebridad y se está asediado por las dos hermanas enemigas, la envidia espinosa y la admiración beata, ambas miopes. Además, quizá Borges ya no conocía al tiempo que lo rodeaba: estaba en otro tiempo. Comprendí su desazón: yo también cuando recorro las calles de México, me froto los ojos con extrañeza: ¿en esto hemos convertido a nuestra ciudad? Borges nos confió su decisión de “irse a morir en otra parte, tal vez al Japón”. No era budista pero la idea de la nada, tal como aparece en la literatura de esa religión, lo seducía. He dicho idea porque la nada no puede ser sino una sensación o una idea. Si es una sensación, carece de toda virtud curativa y apaciguadora. En cambio, la nada como idea nos calma y nos da, simultáneamente, fortaleza y serenidad.

Lo volví a ver el año pasado, en Nueva York. Coincidimos por unos días, en el mismo hotel, con él y María Kodama. Cenamos juntos, llegó de pronto Eliot Weinberger y se hablo de poesía china. Al final, Borges recordó a Reyes y a López Velarde; como siempre, recito unas líneas del segundo, aquellas que empiezan así: “Suave patria, vendedora de chía...” Se interrumpió y me preguntó:

--¿A qué sabe la chía?

Confundido, le respondí que no podía explicárselo sino con una metáfora:

-Es un sabor terrestre.

Movió la cabeza. Era demasiado y demasiado poco. Me consolé pensando que expresar lo instantáneo no es menos arduo que describir la eternidad. El lo sabía.

Es difícil resignarse ante la muerte de un hombre querido y admirado. Desde que nacemos, esperamos siempre la muerte y siempre la muerte nos sorprende. Ella, la esperada, es siempre la inesperada. La siempre inmerecida. No importa que Borges haya muerto a los ochenta y seis años: no estaba maduro para morir. Nadie lo está, cualquiera que sea su edad. Se puede invertir la frase del filosofo y decir que todos -viejos y niños, adolescentes y adultos- somos frutos cortados antes de tiempo. Borges duro más que Cortázar y Bianco, para hablar de otros dos queridos escritores argentinos, pero lo poco que los sobrevivió no me consuela de su ausencia. Hoy Borges ha vuelto a ser lo que era cuando yo tenía veinte años: unos libros, una obra.

Cultivó tres géneros: el ensayo, la poesía y el cuento. La división es arbitraria: sus ensayos se leen como cuentos, sus cuentos son poemas y sus poemas nos hacen pensar como si fuesen ensayos. El puente entre ellos es el pensamiento. Por esto, es útil comenzar por el ensayista. Borges fue un temperamento metafísico. De ahí su fascinación por los sistemas idealistas y sus arquitecturas diáfanas: Berkeley, Leibnitz, Spinoza, Bradley, los distintos budismos. También fue una mente de rara lucidez unida a la fantasía de un poeta atraído por el “otro lado” de la realidad; así, no podía sino sonreír ante las construcciones quiméricas de la razón. De ahí el culto que rindió a Hume y a Schopenhauer, a Chuang-Tzu y a Sexto Empírico. Aunque en su juventud lo deslumbraron las opulencias verbales y los laberintos sintácticos de Quevedo y de Browne, no se parece a ellos. Más bien hace pensar en Montaigne, por su escepticismo y su curiosidad universal ya que no por el estilo. También en otro contemporáneo nuestro, hoy un poco olvidado: George Santayana.

A diferencia de Montaigne, no le interesaron demasiado los enigmas morales y psicológicos; tampoco la diversidad de costumbres, hábitos y creencias del animal humano. No lo apasionó la historia ni lo atrajo el estudio de las complejas sociedades humanas. Sus opiniones políticas fueron juicios morales e, incluso, estéticos. Aunque los emitió con valentía y probidad, lo hizo sin comprender verdaderamente lo que pasaba a su alrededor. A veces acertó, por ejemplo, en su oposición al régimen de Perón y su rechazo al socialismo totalitario; otras desbarró y su visita a Chile en plena dictadura militar y sus fáciles epigramas contra la democracia consternaron a sus amigos. Después, se arrepintió. Hay que agregar que siempre, en sus aciertos y en sus errores, fue coherente consigo mismo y honrado. Nunca mintió ni justificó el mal a sabiendas, como lo han hecho muchos de sus enemigos y detractores. Nada más alejado de Borges que la casuística ideológica de nuestros contemporáneos.

Todo esto fue accidental; lo desvelaban otros temas: el tiempo y la eternidad, la identidad y la pluralidad, lo uno y lo otro. Estaba enamorado de las ideas. Un amor contradictorio, corroído por la pluralidad: detrás de las ideas no encontró a la Idea (llámese Dios, Vacuidad o Primer Principo) sino a una nueva y más abismal pluralidad, la de sí mismo. Buscó la Idea y encontró la realidad de un Borges que se disgregaba en sucesivas apariciones. Borges fue siempre el otro Borges desdoblado en otro Borges, hasta el infinito. En su interior pelearon el metafísivo y el escéptico; ganó, en apariencia, el escéptico pero el escepticismo no le dio paz sino que multiplicó los fantasmas metafísicos. El espejo fue su emblema. Emblema abominable: el espejo es la refutación de la metafísica y la condenación del escéptico.

Sus ensayos son memorables, más que por su originalidad, por su diversidad y por su escritura. Humor, sobriedad, agudeza y, de pronto, un disparo insólito. Nadie había escrito así en español. Reyes, su modelo, fue más correcto y fluido, menos preciso y sorprendente. Dijo menos cosas con más palabras; el gran logro de Borges fue decir lo más con lo menos. Pero no exageró: no clava a la frase, como Gracián, con la aguja del ingenio ni convierte al párrafo en un jardín simétrico. Borges sirvió a dos divinidades contrarias: la simplicidad y la extrañeza. Con frecuencia las unió y el resultado fue inolvidable: la naturalidad insólita, la extrañeza familiar. Este acierto, tal vez irrepetible, le da un lugar único en la historia de la literatura del siglo XX. Todavía muy joven, en un poema dedicado al Buenos Aires vario y cambiante de sus pesadillas, define a su estilo: “Mi verso es de interrogación y de prueba, para obedecer lo entrevisto”. La definición abraza también a su prosa. Su obra es un sistema de vasos comunicantes y sus ensayos son arroyos navegables que desembocan con naturalidad en sus poemas y cuentos. Confieso mi preferencia por estos últimos. Sus ensayos me sirven no para comprender al universo ni para comprenderme a mí mismo sino para comprender mejor sus invenciones sorprendentes.

Aunque los asuntos de sus poemas y de sus cuentos son muy variados, su tema es único. Pero antes de tocar este punto, conviene deshacer una confusión: muchos niegan que Borges sea realmente un escritor hispanoamericano. El mismo reproche se hizo al primer Darío y por nadie menos que José Enrique Rodó. Prejuicio no por repetido menos perverso: el escritor es de una tierra y de una sangre pero su obra no puede reducirse a la nación, la raza o la clase. Además, se puede invertir la censura y decir que la obra de Borges, por su transparente perfección y por su nítida arquitectura, es un reproche vivo a la dispersión, la violencia y el desorden del continente latinoamericano. Los europeos se asombraron ante la universalidad de Borges pero ninguno de ellos advirtió que ese cosmopolitismo no era ni podía ser sino el punto de vista de un latinoamericano. La excentricidad de América Latina consiste en ser una excentricidad europea; quiero decir, es otra manera de ser occidental. Una manera no-europea. Dentro y fuera, al mismo tiempo, de la tradición europea, el latinoamericano puede ver a Occidente como una totalidad y no con la visión, fatalmente provinciana, de un francés, un alemán, un inglés o un italiano. Esto lo vio mejor que nadie un mexicano: Jorge Cuesta; y lo realizó en su obra, también mejor que nadie, un argentino: Jorge Luis Borges. El verdadero tema de la discusión no debería ser la ausencia de americanidad de Borges sino aceptar de una vez por todas que su obra expresa una universalidad implícita en América Latina desde su nacimiento.

No fue un nacionalista y, sin embargo, ¿quién sino un argentino habría podido escribir muchos de sus poemas y cuentos? Sufrió también la atracción hacia la América violenta y oscura. La sintió en su manifestación menos heroica y más baja: la riña callejera, el cuchillo del malevo matón y resentido. Extraña dualidad: Berkeley y Juan Iberra, Jacinto Chiclana y Duns Escoto. La ley de la pesantez espiritual también rige la obra de Borges: el macho latinoamericano frente al poeta metafísico Macedonio Fernández. La contradicción que habita sus especulaciones intelectuales y sus ficciones -la disputa entre la metafísica y el escepticismo- reaparece con violencia en el campo de la afectividad. Su admiración por el cuchillo y la espada, por el guerrero y el pendenciero, era tal vez el reflejo de una inclinación innata. En todo caso es un rasgo que aparece una y otra vez en sus escritos. Fue quizá una réplica vital, instintiva, a su escepticismo y a su civilizada tolerancia.

En su vida literaria esta tendencia se expresó como afición por el debate y por la afirmación individualista. En sus comienzos, como casi todos los escritores de su generación, participó en la vanguardia literaria y en sus irreverentes manifestaciones. Más tarde cambió de gustos y de ideas, no de actitudes; dejó de ser ultraísta pero continuó cultivando las salidas de tono, la impertinencia y la insolencia brillante. En su juventud, el blanco habían sido el espíritu tradicional y los lugares comunes de las academias y de los conservadores; en su madurez la respetabilidad cambió de casa y de traje: se volvió juvenil, ideológica y revolucionaria. Borges se burló del nuevo conformismo de los iconoclastas con la misma gracia cruel con que se había mofado del antiguo.

No le dio la espalda a su tiempo y fue valeroso ante las circunstancias de su país y del mundo. Pero era ante todo un escritor y la tradición literaria no le parecía menos viva y presente que la actualidad. Su curiosidad iba, en el tiempo, de los contemporáneos a los antiguos, y, en el espacio, de lo próximo a lo lejano, de la poesía gauchesca a las sagas escandinavas. Muy pronto frecuentó y asimiló con soberana libertad los otros clacisismos que la modernidad ha descubierto, los del Extremo Oriente y los de la India, los árabes y los persas. Pero esta diversidad de lecturas y esta pluralidad de influencias no lo convirtieron en un escritor babélico: no fue confuso ni prolijo sino nítido y conciso. La imaginación es la facultad que asocia y tiende puentes entre un objeto y otro; por esto es la ciencia de las correspondencias. Esta facultad la tuvo Borges en el grado más alto, unida a otra no menos preciosa: la inteligencia para quedarse con lo esencial y podar las vegetaciones parásitas. Su saber no fue el del historiador, el del filólogo o el del crítico; fue un saber de escritor, un saber activo que retiene lo que le es útil y desecha lo demás. Sus admiraciones y sus odios literarios eran profundos y razonados como los de un teólogo y violentos como los de un enamorado. No fue ni imparcial ni justo; no podía serlo: su crítica era el otro brazo, la otra ala, de su fantasía creadora. iFue un buen juez de sí mismo? Lo dudo: sus gustos no siempre coincidieron con su genio ni sus preferencias con su verdadera naturaleza. Borges no se parece a Dante, Whitman, Verlaine sino a Gracián, Coleridge, Valéry, Chesterton. No, me equivoco: Borges se parece, sobre todo, a Borges.

Cultivó las formas tradicionales y, salvo en su juventud, apenas si lo tentaron los cambios y las violentas innovaciones de nuestro siglo. Sus ensayos fueron realmente ensayos; nunca confundió este género, como es ya costumbre,‘con el tratado, la disertación o la tesis. En sus poemas predominó, al principio, el verso libre; después, las formas y los metros canónicos. Como poeta ultraísta fue más bien tímido, sobre todo si se comparan los poemas un tanto lineales de sus primeros libros con las osadas y complejas construcciones de Huidobro y de otros poetas europeos de ese período. No cambió la música del verso español ni trastornó la sintaxis: ni Góngora ni Darío. Tampoco descubrió algún subsuelo o sobrecielo poético, como otros contemporáneos suyos. Sin embargo, sus versos son únicos, inconfundibles: sólo él podía haberlos escrito. Sus mejores versos no son palabras esculpidas: son luces o sombras repentinas, dádivas de las potencias desconocidas, verdaderas iluminaciones.

Sus cuentos son insólitos por la felicidad de su fantasía, no por su forma. Al escribir sus obras de imaginación no se sintió atraído por las aventuras y vértigos verbales de un Joyce, un Celine o un Faulkner. Lúcido casi siempre, no lo arrastró el viento pasional de un Lawrence, que a veces levanta polvaredas y otras despeja de nubes el cielo. A igual distancia de la frase serpentina de Proust y de la telegráfica de Hemingway, su prosa me sorprende por su equilibrio: ni demasiado lacónica ni prolija, ni lánguida ni entrecortada. Virtud y limitación: con esa prosa se puede escribir un cuento, no una novela; se puede dibujar una situación, disparar un epigrama, asir la sombra del instante, no contar una batalla, recrear una pasión, penetrar en un alma. Su originalidad, lo mismo en la prosa que en el verso, no está en la novedad de las ideas y las formas sino en su estilo, seductora alianza de lo más simple y lo más complejo, en sus admirables invenciones y en su visión. Es una visión única no tanto por lo que ve sino por el lugar desde donde ve al mundo y se ve a sí mismo. Un punto de vista más que una visión.

Su amor a las ideas fue extremoso y lo fascinaron muchos absolutos, aunque terminó por descreer en todos. En cambio, como escritor sintió una instintiva desconfianza ante los extremos y casi nunca lo abandonó el sentido de la medida. Lo deslumbraron las desmesuras y las enormidades, las mitologías y cosmologías de la India y de los nórdicos, pero su idea de la perfección literaria fue la de una forma limitada y clara, con un principio y un fin. Pensó que las eternidades y los infinitos caben en una página. Habló con frecuencia de Virgilio y nunca de Horacio; la verdad es que no se parece al primero sino al segundo: jamás escribió ni intentó escribir un poema extenso y se mantuvo siempre dentro de los límites del decoro horaciano. No digo que Borges haya seguido la poética de Horacio sino que su gusto lo llevaba a preferir las formas mesuradas. En su poesía y en su prosa no hay nada ciclópeo.

Fiel a esta estética, observó invariablemente el consejo de Poe: un poema moderno no debe tener más de cincuenta líneas. Curiosa modernidad: casi todos los grandes poemas modernos son poemas extensos. Las obras características del siglo XX -pienso, por ejemplo, en las de Eliot y Pound- están animadas por una ambición: ser las divinas comedias y los paraísos perdidos de nuestra época. La creencia que sustenta a todos estos poemas es la siguiente: la poesía es una visión total del mundo o del drama del hombre en el tiempo. Historia y religión. Dije más arriba que la originalidad de Borges consistía en haber descubierto un punto de vista; por esto, algunos de sus poemas mejores adoptan la forma de comentarios a nuestros clásicos: Homero, Dante, Cervantes. El punto de vista de Borges es su arma infalible: trastorna todos los puntos de vista tradicionales y nos obliga a ver de otra manera las cosas que vemos o los libros que leemos. Algunas de sus ficciones parecen cuentos de Las mil noches y una noche escritos por un lector de Kipling y Chuang Tzu; algunos de sus poemas hacen pensar en un poeta de la Antologia palatina que hubiese sido amigo de Schopenhauer y de Lugones. Practicó los géneros llamados menores -cuentos, poemas breves, sonetos- y es admirable que haya conseguido con ellos lo que otros se propusieron con largos poemas y novelas. La perfección no tiene tamaño. El la alcanzó con frecuencia por la inserción de lo insólito en lo previsto, por la alianza de la forma duda con un punto de vista que, al minar las apariencias, descubre otras. En sus cuentos y en sus poemas Borges interrogó al mundo pero su duda fue creadora y sucitó la aparición de otros mundos y realidades.

Sus cuentos y sus poemas son invenciones de poeta y de metafísico; por esto satisfacen dos de las facultades centrales del hombre: la razón y la fantasía. Es verdad que no provoca la complicidad dé nuestros sentimientos y pasiones, sean las oscuras o las luminosas: piedad, sensualidad cólera, ansia de fraternidad; también lo es que poco o nada nos dicen sobre los misterios de la sangre, el sexo y el apetito de poder. Tal vez la literatura tiene sólo dos temas: uno, el hombre con los hombres, sus semejantes y sus adversarios; otro, el hombre solo frente al universo y frente a sí mismo. El primer tema es el del poeta épico, el dramaturgo y el novelista; el segundo, el del poeta lírico y metafísico. En las obras de Borges no aparece la sociedad humana ni sus complejas y diversas manifestaciones, que van de amor de la pareja solitaria a los grandes hechos colectivos. Sus obras pertenecen a la otra mitad de la literatura y toda; ellas tienen un tema único: el tiempo y nuestras renovadas y estériles tentativas por abolirlo. Las eternidades son paraísos que se convierten en condenas, quimeras que son más reales que la realidad. O quizá debería decir: quimeras que no son menos irreales que la realidad. A través de variaciones prodigiosas y de repeticiones obsesivas, Borges exploró sin cesar ese tema único: el hombre perdido en el laberinto de un tiempo hecho de cambio que son repeticiones, el hombre que se desvanece al contemplarse ante el espejo de la eternidad sin facciones, el hombre que ha encontrado la inmortalidad y que ha vencido la muerte pero no al tiempo ni a la vejez. En los ensayos este tema se resuelve en paradojas y antinomias; en los poemas y los cuentos, en construcciones verbales que tienen la elegancia de un teorema y la gracia de los seres vivos. La discordia entre el metafísico y el escéptico es insoluble pero el poeta hizo con ella transparentes edificios de palabras entretejidas: el tiempo y sus reflejos danzan sobre el espejo de la conciencia atónita. Obras de rara perfección, objetos verbales y mentales construidos conforme a una geometría a un tiempo rigurosa y fantástica, racional y caprichosa, sólida y cristalina. Lo que nos dicen todas esas variaciones del tema único es también algo único: las obras del hombre y el hombre mismo no son sino configuraciones de tiempo evanescente. El lo dijo con lucidez impresionante: “El tiempo es la substancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata pero yo soy ese río, es un fuego que me consume pero yo soy el fuego”. La misión de la poesía es sacar a la luz lo que está oculto en los repliegues del tiempo. Era necesario que un gran poeta nos recordase que somos juntamente, el arquero, la flecha y el blanco.

Vuelta 117 - México, Agosto de 1986
Cortesía: Ignoria
Foto Paulina Lavista: Octavio Paz, Jorge Luis Borges y María Kodama  en la capilla del Palacio de Minería, en 1981


Fuente : Borges Todo el Año


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